Diez minutos de oro...
Cuando era pequeña a Manu la divertía jugar
a dividir el mundo con líneas de tiza, aquel entretenimiento llegó a
convertirse en el recreo de cada sábado por la tarde cuando los niños salían de
sus casas para echar las horas en el patio trasero. El toque de queda era
cuando las farolas del barrio se iluminaban, señal de que había que refugiarse
en el hogar antes que apareciera “el hombre del saco” porque la realidad es que
ningún otro motivo podía alejarles de aquella explanada donde cada uno podía
poseer lo que quisiera, desde un coche biplaza hasta un edificio entero a modo
“13, Rue del Percebe” o un castillo con sus torres y sus almenas y sus puentes
levadizos, por no contar la de estrellas, lunas, nubes y soles que siempre
acompañaban a cada obra de arte. Todo dependía de tu capacidad artística pero
como lo desearas, allí quedaba concentrado.
Una vez en camisón y después del baño y la
cena, corría a asomarse a la ventana cruzando los dedos para que aún continuara
iluminada la calle y contemplar aquel mar de tiza, literalmente el centro de su
universo, cuajado de proyectos y muchos, muchos sueños, imprecisos pero
conmovedores por todo cuanto revelaban de cada uno de sus compañeros de juego.
Y si envuelta entre sábanas escuchaba llover, se despertaba inquieta no fuera a
ser que el agua tuviera la fuerza suficiente como para arrasarlo todo.
Hubo una noche de tormenta que Manu
recordaría con cariño y a menudo. Había sido el mejor sábado de hacía meses. No
faltó nadie ni siquiera su amiga Camino que todos los fines de semana se
marchaba al pueblo. Tenía once años y las tizas comenzaban a ser la excusa de
sus quedadas. La mejor parte llegaba cuando los chiquitines empezaban la
retirada y el resto, tras vencer la timidez, niños y niñas, se adentraban en
aquel enorme círculo que juntos dibujaron, ajenos al ruido de los adultos. Lo
llamaron La Asamblea y en su interior comían pipas, cantaban e incluso
como aquel sábado, el mejor de hacía meses, jugaron a Verdad y Consecuencia.
Manu era demasiado tímida para la acción, así que no se cuestionaba si elegir
Verdad. VERDAD. Hasta que el osado de Luis hizo “la pregunta”. Manu tenía
que confesar si la gustaba aquel chico de pelo dorado, pecoso y enormes ojos
azules. Todavía hoy Manu se ruborizaba recordando aquel momento. Manu
estaba enamorada y deseaba volver al círculo la tarde de domingo también.
Llovió torrencialmente durante horas, dudó en levantarse y comprobar si los
charcos habrían ahogado todos y cada uno de los trazos, incluido el redondel.
No se podía dormir y escuchó un portazo, no tenía reloj pero había mucho
silencio y oscuridad, era tarde. Decidió levantarse y entonces sus pupilas se
dilataron de asombro más que de negrura al contemplar a su abuelo calado hasta
los huesos con un cubo enorme por donde asomaban molduras de escayola. El
abuelo trabajaba interminables horas y llegaba fatigado, con ganas de una
cabezadita en la butaca y fumarse un cigarrillo mientras conectaba el televisor
para ponerse al día de cuanto sucedía fuera de aquella frontera mágica construida
de tiza que Manu le compartiera sin demasiadas expectativas de ser escuchada.
Eso es lo que ella creía puesto que él siempre estaba tan ocupado con las cosas
de mayores. Durante muchos años Manu creció con la terrible sensación de “no
molestar”… hasta aquella noche.
“¡Manuela! ¡Qué haces despierta! ¡Ven anda,
ven conmigo!”. Juntos se aproximaron a la ventana tras el cristal. Había parado
de llover. Había muchos reflejos y se hacía difícil adivinar que pudieran
quedar restos de aquella tarde de sábado, la mejor de hacía meses. “Regresaba
hoy de la lonja cuando vi que están remodelando una vivienda aquí al lado y en
el contenedor vi gigantes trozos de yeso. Empezó a llover y me fugué corriendo
a por ellos antes de que se empaparan pensando que quizá mañana podría ayudarte
a restituir la estela de lo que quede, lo haremos más grueso, más fuerte…
ya verás. Tenemos que recomponerlo Manuela, ni un solo sueño puede quedar
en ruinas”. Manu no daba crédito. Se sentó en su regazo. Fueron DIEZ MINUTOS de
conversación, Manu percibió con claridad que su abuelo entendía perfectamente
la importancia de aquella figura geométrica para ella. Aquellos diez minutos
fueron para Manu un ejemplo de vida.
Desde que Manu fuera mamá, adoraba observar
a los pequeños y reflexionar simultáneamente sobre su infancia porque
desgranando aquella época, los diez minutos de su abuelo, Manu tenía el firme
convencimiento de que la inocencia no mide en tiempo. No hay diferencia entre
diez minutos y dos horas, lo verdaderamente valioso era la calidad de ese
tiempo compartido. Manu trabajaba muchas horas fuera de casa, cansada física y
psíquicamente a veces del ritmo diario, de tener que dedicar horas a
situaciones o personas que no merecían el desgaste del segundero cuando pensaba
en sus hijos.
Hasta el último día de su vida, su abuelo
que fue haciéndose más abuelo con la edad y su retiro, fue clave en el
aprendizaje de Manu. Ambos encontraron la felicidad en sus ratitos de oro, diez
minutos frente a 24 horas diarias, todo y nada.
Unos días mientras les jabonaba el cabello,
otros acercando la basura al contenedor o a comprobar si había correo en el
buzón, también cocinando o improvisando un baile, coloreando, escribiendo la
carta a los Reyes Magos, leyendo un cuento al acostarse o los sabrosos mimos al
despertar. Manu aprendió a parar el tiempo. Cualquier actividad era motivo de
DIEZ MINUTOS DE ORO, los suficientes para que un niño sepa que son suyos y de
nadie más. Es indiferente si el niño tiene once años o cincuenta y dos.
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Me encanta que te asomes a este rincón ... saber que a todos nos gustan las cosas que tocan el corazón! Gracias por recrearte un poquito conmigo ...